A propósito del problema de la tierra hoy en el
Perú[1]
Andrés Huguet Polo
Antropólogo.
UNMSM.
José
Carlos Mariátegui al estudiar el problema de la tierra lo consideró clave para
entender la cuestión del poder oligárquico en el Perú. Desaparecido ya, desde
la reforma agraria de Velasco, el régimen de los “barones del azúcar” y los
gamonales serranos, esta constatación continúa siendo fundamental, en otras
condiciones. Ya que hoy en día, en el nuevo contexto de inserción colonial a la
globalización capitalista en el que se encuentra nuestro país, resulta vital
para el gran capital la apropiación y uso de la tierra en los países de América
Latina entre otros del mundo. Controlar y extraer la riqueza de los recursos de
nuestra tierra —particularmente del subsuelo y, paradójicamente, destruyendo o
limitando las potencialidades agrícolas del suelo— le asegura al capital
transnacional la fuente de materias primas necesarias para su reproducción. Precisamente
en una situación de mayor escasez y agotamiento de recursos minerales,
hidrocarburíferos e hidráulicos en el mundo. El acaparamiento de tierras es hoy
un fenómeno global, además, para asegurar alimentos a los países capitalistas
centrales.
En
efecto, asistimos en el Perú de hoy al más intenso proceso de concentración de
la propiedad de la tierra y de depredación del territorio de la historia
contemporánea del país. Consiste en la formación de neolatifundios destinados a
la agroexportación, principalmente en la Costa y ceja de Selva, y en la ocupación
directa o indirecta y el uso destructivo del territorio andino y amazónico. Ello
porque el campo peruano está siendo puesto al servicio de la gran minería, la
extracción de hidrocarburos, la tala maderera indiscriminada, la minería
informal aurífera o la producción de biocombustibles. Ni la producción de
alimentos para los peruanos o la promoción de la mediana y pequeña propiedad
agraria es el objetivo.
Mientras
en 1969 el tamaño máximo de propiedad de tierra agrícola irrigada permitido en
la Costa después de la Reforma Agraria fue de 150 Há. (antes de la Reforma
Agraria el promedio era de 10,000 Há.), hoy en día, en un contexto de
liberalización sin límites, la voracidad del capital sostiene que no debe de
haber topes y, en el mejor de los casos, se debate para que se limite ¡a 40,000
Há.! existiendo ya concentraciones de propiedad que acumulan hasta 30,000 Há.
en la Costa (Cf. 1) Dinámicas del Mercado de la Tierra en
América Latina y el Caribe: Concentración y Extranjerización / Perú Organización de las Naciones
Unidas para la Alimentación y la Agricultura; 2) CEPES. La Revista Agraria; y
3) Valderrama, mariano et. al. La oligarquía terrateniente ayer
y hoy). Por cierto en beneficio de grupos de inversionistas y
transnacionales interesados sólo en la obtención de utilidades y la
especulación y no en el mercado interno. Las causas del surgimiento de los
nuevos latifundios: la contrarreforma agraria iniciada desde los años 80, las
parcelaciones privadas de las cooperativas agrarias, la crisis de los complejos
agroindustriales de la Costa y su posterior compra por inversionistas privados y,
sobre todo, la ampliación de la frontera agrícola con grandes proyectos de
irrigación impulsados por el Estado hechos, a la postre, para beneficio de
grandes intereses privados. En la Costa peruana y en la Selva y ceja de Selva
la pequeña y mediana propiedad tiene cada vez menos lugar. Agricultores convertidos
en asalariados sobreexplotados, con extensas jornadas de trabajo,
predominantemente eventuales y con bajos jornales, es lo que ya se ve en el campo
peruano. Irónicamente, el neoliberalismo llama a ello pleno empleo.
Existen
en el Perú, al año 2010, 6,069 comunidades campesinas y 1,469 comunidades nativas reconocidas y
tituladas (Cf. Cofopri, 2001). Ellas
integran el 27% del territorio nacional. Las primeras son el referente
poblacional más importante de la sierra andina y parte de la Costa, con una
población que asciende al millón y medio de familias (Cf. Instituto del Bien Común, 2012). Las comunidades constituyen unidades en donde se integra tanto la
propiedad comunal como la individual —lo que incluye también, desde antiguo,
privatizaciones parciales de sectores del territorio ejecutadas como parte de
su ejercicio autónomo por las propias comunidades—. Son instituciones que norman
dicha combinación de formas de propiedad y uso y de relaciones de trabajo mediante
mecanismos como el control comunal del territorio, el manejo del uso de las
aguas, la parcelación para tenencia familiar y el trabajo comunal. Desde los
años 80 el Estado ha venido erosionando la propiedad comunal con una serie de
normas que buscan privatizar sus tierras, las que han sido rechazadas por la
población campesina. Sin embargo, a consecuencia de las presiones del gran
capital, acogidas entusiastamente por la mentalidad desarrollista y
extractivista predominante que prima en las gestiones gubernamentales, en los
últimos veinte años, el territorio de las comunidades campesinas ha sido
afectado directa o indirectamente por una política generalizada de concesiones
mineras que cubren ya, a junio del 2012,
el 20.3% del territorio nacional, llegando a afectar 26 millones de hectáreas
(Cf. http://www.cooperaccion.org.pe/cooperaccion-informa/concesiones-mineras-y-conflictos-sociales-en-el-peru.html.)
La
consecuencia es el empobrecimiento. En los departamentos en donde más intensa
es la actividad minera las condiciones de pobreza son mayores (por ejemplo,
Huancavelica: 49% de extensión territorial bajo concesión minera frente al 82%
de la población en condición de pobreza, de la cual el 60% está en pobreza
extrema) (Cf. Encuesta Nacional de
Hogares 2004-2008. INEI.). Precisamente por ello el 60% de la protesta
social son los llamados “conflictos socioambientales”. El efecto general de la
presencia minera en las proporciones señaladas es la depredación del territorio
y su eventual inutilización para uso agropecuario y el agotamiento de los
recursos acuíferos, así como la contaminación del ambiente, conjuntamente con
la afectación de la salud de la población; se destruye así la principal fuente
de trabajo y de producción de la población campesina. La realidad contradice al
discurso neoliberal que considera a la inversión extractivista como la panacea
del desarrollo.
En
la Amazonía, los pueblos y comunidades nativas (medio millón de familias en
comunidades nativas y medio millón en comunidades ribereñas. Cf. Instituto del Bien Común, 2012) son
víctimas, con igual o mayor intensidad, no sólo de la destrucción de su
territorio ancestral sino incluso está amenazada su propia existencia como
pueblos indígenas. Los proyectos extractivos de petróleo, gas y madera, y más
recientemente los megaproyectos hidroeléctricos concebidos en función de
necesidades predominantemente extranjeras (represa de Inambari, por ejemplo) o
la construcción indiscriminada de carreteras en el bosque, amenazan y ocupan el
hábitat de las poblaciones amazónicas. La superposición de concesiones
extractivistas en zonas de reserva y de conservación del bosque y en
territorios indígenas es cada vez más frecuente. Bajo el supuesto de que el
“gran vacío amazónico” debe de ser ocupado “productivamente”, al 2009, 44 millones
de Há. han sido concedidas a empresas
transnacionales para hidrocarburos, al 2008 habían siete millones en concesión
forestal, 52,000 con una proyección a 300,000 Há. en proyectos de palma
aceitera para biodiésel, 260,000 Há. destinados a parques agrícolas de
agroexportación concedidos por los gobiernos regionales a grandes
inversionistas, entre otros proyectos de expansión en la Selva (Cf. Zulema Burneo: El proceso de concentración
de la tierra en el Perú. CEPES, CIRAD, ILC y Dinámicas del Mercado de la
Tierra en América Latina y el Caribe: Concentración y Extranjerización / Perú FAO). En ese contexto los pueblos amazónicos, su
producción, modo de vida, trabajo y conocimiento son considerados inútiles en la
“modernidad”: en realidad la ideología que califica a los pueblos indígenas
como “perros del hortelano” no es sino la sistematización de lo que ha venido
siendo aplicado, cada vez más intensamente, desde los años 90.
Pero
hay un hecho sustancial puesto en evidencia en las últimas décadas como consecuencia
del papel protagónico de los movimientos indígenas. Es la atención a la idea de
que es del territorio y no sólo del
suelo agrícola de lo que se apropia y despoja el capital. Para la vida
indígena, la tierra es una totalidad que es un espacio vital y no sólo un
conjunto de recursos, trasciende hasta lo simbólico y alude a la pertenencia e
identidad de los pueblos. He ahí la forma contemporánea como se entrelaza el
problema de la tierra y el problema indígena: la defensa del territorio.
A
propósito de lo anterior, Mariátegui sostuvo la importancia de la presencia de
las comunidades agrarias en el Perú. Las entendió incluso como embriones de una
posible construcción socialista nacional. En el Perú de nuestros días el
creciente protagonismo indígena resalta y concuerda de alguna forma con ese
análisis comprensivo de Mariátegui. Más aún si buena parte de ese mismo
movimiento viene proponiendo, junto con el respeto a su propia identidad,
producción y trabajo, su efectividad como modo de vida alternativo a la
barbarie capitalista global y que ello deba ser parte de la construcción de una
propuesta socialista en el país. De ahí que contrastar el aporte de Mariátegui
con la realidad siempre cambiante del Perú siempre será fecundo.