LOS PUEBLOS INDÍGENAS Y SU TRATAMIENTO POR EL ORDENAMIENTO LEGAL PERUANO
(Fragmento del trabajo en preparación sobre el Reconocimiento y desarrollo de la pluralidad jurídica en el Perú)
Andrés Huguet Polo
Las
poblaciones indígenas y nativas, no obstante su importancia cuantitativa y
cualitativa en la conformación histórica del país, no han sido tomadas con una
consideración proporcional en el ordenamiento jurídico nacional en el Perú.
Así, tenemos primero que, en el contexto de la dominación hispánica, como
resultado de las condiciones del patrimonialismo burocrático característico de
la conformación colonial durante los siglos XVI hasta los dos primeros decenios
del XIX, y como consecuencia del objetivo explícito de encuadrar a los indígenas en un sistema de relaciones que los
mantuviera subordinados al dominio del colonizador, existieron dos regímenes
jurídicos diferenciados conocidos como "repúblicas"[1].
Los indígenas, entonces, jurídicamente, eran remitidos a las condiciones de la
"república de indios", diferente a la "república de
españoles". Posteriormente, durante el desarrollo de la etapa posterior a
1821. la existencia de los indígenas es prácticamente ignorada jurídicamente o,
lo que es más, dentro de los presupuestos de la modernización mercantil y capitalista
del país, el objetivo categóricamente buscado fue su incorporación-desaparición
como identidad o conformación cultural distinta del ser nacional peruano.
Durante los siglos XIX y XX, el presupuesto básico
en el ordenamiento jurídico oficial, no ha sido la preexistencia de la
pluralidad de culturas y grupos sociales conformantes de la nación peruana
sino, por el contrario, la concepción de una situación homogénea de país, en
donde la existencia del Estado peruano supone la integración e igualación de
los sujetos a él subordinados. Y, en ese contexto, las poblaciones nativas, tribales, campesinas e indígenas en
general son prácticamente ignoradas en la conformación del sistema jurídico
nacional. Dicho sea de paso, en este contexto, es un a priori teórico la
existencia de un solo sistema jurídico en el país y no la coexistencia de
varios sistemas en el mismo territorio.
La revisión, por ejemplo, de las constituciones políticas
republicanas arroja que el ordenamiento estatal y administrativo del país no
supuso sino, prácticamente, ignoró a los indígenas; y cuando se les tomó en
consideración fue sólo desde el ángulo de la protección o desprotección de sus
tierras.[2]
A excepción de
una disposición en la Constitución de 1828 referida a los fondos de las
comunidades[3], y con la
particularidad conocida de los decretos bolivarianos relativos a los intentos
de liberalización y privatización de las tierras de comunidad[4],
todo el siglo XIX transcurre sin que en las definiciones básicas de la Nación y
el Estado se tome en cuenta la existencia del mosaico cultural en que consistía
el Perú, a pesar de que más del 60 % de la población del territorio peruano era
indígena. Y sin que, incluso –específicando más- por lo menos se tenga en consideración la existencia de la
organización comunal como un elemento de relevancia positiva o negativa en la
conformación económica del país. Más bien, de acuerdo al espíritu de las
medidas bolivarianas, dentro de una concepción liberal de la economía, las
organizaciones comunales o corporativas eran concebidas como obstáculo o traba
al desarrollo del país.
Durante todo este
período las comunidades continuaron una existencia silenciosa, prácticamente al
margen del ordenamiento legal, lo que fue, por cierto, contexto suficiente para
la expoliación de sus tierras por parte de criollos y mestizos y, a pesar de
haber sido abolida la servidumbre, "durante la República el indígena
sufría los más duros golpes jamás recibidos del conquistador español"[5].
Es sólo a partir
de la Constitución de 1920, y dentro del contexto del influjo proteccionista y
paternalista del gobierno leguiísta de la llamada "Patria Nueva", que
recién se toma en consideración a la población indígena, en un afán
"civilizatorio" e integracionista. El indígena y los nativos existen,
pero como elementos a los que hay que asimilar
a la cultura nacional e incorporarlos a la civilización, y es en ese marco que
también se empieza a afirmar constitucionalmente la existencia de las
comunidades indígenas, de sus tierras y de la naturaleza inembargable,
inenajenable e imprescriptible de la propiedad comunal sobre ellas.
Hay que decir,
además, que la nota característica no reside tanto en el reconocimiento del elemento
indígena como factor conformante de la nacionalidad en el país. El Estado y la
Nación siguen siendo implícitamente definidos como homogéneos e integrados, no
hay una definición pluricultural del país. El interés principal sobre los
indígenas se centra en cómo es que resultan obstáculo o factor de desarrollo en
el esfuerzo de modernización del país que caracterizó el desenvolvimiento y
apogeo de la República Aristocrática.
Jurídicamente era
importante respecto a los indígenas, en este contexto de modernización,
establecer un estatus para sus tierras y propiedades, paralelo a la
construcción de vías de comunicación y a los proyectos educativos para el
indígena. Ideológicamente, esta situación jurídica resulta siendo, también,
resultado de las presiones del indigenismo de la época al que no fue extraño el
régimen de Leguía.
Así, en la
Constitución de 1920, en el art. 41º se señala que:
"los
bienes de propiedad del Estado, de instituciones públicas y de comunidades de indígenas son imprescriptibles y sólo podrán
transferirse mediante título público, en los casos y en la forma que establezca
la ley".
Igualmente, el
art. 58º del mismo cuerpo legal señala que
"el Estado protegerá a la raza indígena y dictará las leyes especiales para su desarrollo y cultura en armonía con sus necesidades. (...) La Nación reconoce la existencia legal de las comunidades de indígenas y la ley declarará los derechos que les corresponden.”
Se reiniciaba, así, una nueva etapa de proteccionismo del
Estado y la sociedad peruana frente a los indígenas y sus bienes que ha
caracterizado el desenvolvimiento del marco jurídico del presente siglo
respecto al régimen de tierras.
La Constitución
de 1933 continuó en esta línea: se crea el Consejo Técnico de Cooperación
Administrativa de Asuntos Indígenas, se establece el requisito de la
inscripción oficial de las comunidades de indígenas para el efecto de
reconocerles personería jurídica y, establecidos los Concejos Departamentales,
se les encarga la tarea de
"proteger a las comunidades de indígenas; levantar el censo y formar el catastro de las mismas, y otorgarles conforme a la ley, a las que no los tengan, los títulos de propiedad que soliciten",
señalándose, además, que en
cada Concejo Municipal Distrital y en los Departamentales, a que hubiere lugar,
las comunidades tendrán un personero designado por ellas.
La Constitución
de 1933, indudablemente, perfeccionó en los textos el régimen de protección de
las comunidades y de los indígenas, aunque el énfasis es para las comunidades
de indígenas (costa y sierra), mas no para las nativas de la amazonía, sobre
las cuales sólo se legislará orgánica y sistemáticamente en la década de 1970.
Es por ello que en el título especial que la carta fundamental dedica a las
comunidades de indígenas se "garantiza la integridad de las propiedad de
las comunidades”. Se dispone el catastro correspondiente y, además de la
imprescriptibilidad del derecho de aquéllas sobre sus tierras, se agrega la
inenajenabilidad y la inembargabilidad, salvo el caso de expropiación por causa
de utilidad pública; estableciéndose, además, la capacidad del Estado para
dotar de tierras a las comunidades, cuando éstas no las tengan.
El art. 212º de la Constitución de
1933 al disponer que
"el Estado dictará la legislación civil, penal, económica, educacional y administrativa, que las peculiares condiciones de los indígenas exigen".
extiende las
intenciones de protección de los indígenas a ámbitos más extensos que el de la
propiedad territorial y ello ha sido marco para el desarrollo en el Perú de las
políticas indigenistas que incubaron en América Latina durante toda la década
del 20, que florecieron precisamente en los años 30 y que tuvieron en el
Congreso Indigenista Interamericano, que se reunió en Patzcuaro, en abril de
1942 un hito fundamental. En última instancia, es el signo que ha caracterizado
el tratamiento a las poblaciones campesinas, indígenas y tribales en el Perú
del siglo XX.
Todo lo anterior
(la evolución de 1920 en adelante) constituyó un importante avance. A pesar de
desarrollarse en un marco proteccionista, opuesto pero no desligado plenamente,
por la vigencia del sistema económico, de la realidad de la expoliación
indígena. No obstante su espíritu integracionista, constituyó un paso adelante,
en contraste con la anterior situación de inexistencia jurídica de lo indígena
que rigió el siglo XIX peruano. Sobre
todo porque se buscó neutralizar que la acción del tiempo legitimara la
propiedad de ocupantes precarios o de usurpadores, evitar el embargo y
posterior remate de tierras comunales como pago de eventuales deudas que los
campesinos contrajeran y precaver compras fraudulentas o lesivas.
Mediando el
período de práctica ilegalización de las comunidades en el siglo XIX, se pasó
de la situación tutelar indiana colonial a una nueva situación de
proteccionismo estatal que, si bien frenó el despojo de tierras efectuado en
los primeros años de la república, en la práctica no ayudó mayormente, en
términos positivos y ya no de simple neutralización de la voracidad gamonal y
terrateniente, al desarrollo de las comunidades como instituciones reconocidas.
Es así que, desde
1920, de un total de 4.792 comunidades reconocidas, recién entre 1964 y 1991 se
reconoció prácticamente al 50% de las comunidades existentes. Y, en todo caso,
las oleadas de mayor cantidad coinciden más bien con las épocas de mayor
movilización campesina y de presión por la tierra (1965-67, 1975-78, 1984-90)[6].
A juzgar por el anterior indicador, el período 1920-1964 no significó un impulso
del desarrollo de las comunidades como instituciones reconocidas por la
sociedad y el Estado nacional.
Y es que la
tónica central de tales dispositivos reside en la apreciación inicial de una
situación que considera en minusvalía al indígena y, sólo derivado de ello,
surge el propósito de integrar a dicha población.
Así, la VIII
Conferencia Panamericana reunida en Lima en 1938, antecedente inmediato del
evento de Patzcuaro, adoptó una resolución declarando que los indígenas (en
negrita resaltado por nosotros)
"tienen un
preferente derecho a la protección de las autoridades públicas para suplir
la deficiencia de su desarrollo físico e intelectual"
y que debería ser propósito de los gobiernos
"desarrollar
políticas tendientes a la completa integración de aquellos en los
respectivos medios nacionales",
procurando que esta
integración se lleve a cabo dentro de normas que
"capaciten
a la población aborigen para participar eficazmente y dentro del concepto
igualitario en la vida de la nación" [7].
Especial mención
merece que se haya legislado la imposibilidad de enajenar las tierras de
comunidad. Si bien la intención del legislador es la preocupación por evitar la
depredación de las tierras comunales proveniente de agentes externos, hay que
señalar que ello comportaba, también, colocar a la población indígena, a partir
de una supuesta inferioridad cultural para participar en el mercado, en una
situación limitada respecto a las posibilidades de disposición de sus propios
recursos territoriales.
De hecho, las
comunidades tomaron durante el siglo XX decisiones históricas de privatización
de parte de sus tierras, aquellas situadas en las mejores condiciones para la
producción para el mercado[8],
decisiones que, por cierto, estuvieron al margen del ordenamiento legal, por lo
menos hasta que fue reconocida, en la Constitución de 1979, la posibilidad de
venta de tierras con el acuerdo de los dos tercios de los comuneros.
La Carta de 1979
continúa y amplía lo establecido en la de 1933, con el agregado de la
existencia de un Estatuto General de Comunidades Campesinas. A partir de 1987
se promulga la Ley General de Comunidades Campesinas.
Lo notable de
este período es que, junto al proteccionismo característico del Estado para con
los campesinos, se amparan también las políticas de imposición de modelos
territoriales, empresariales o asociativos. Estos, además de no provenir de la
libre decisión democrática de los interesados (a los que en la práctica se les
sigue reduciendo a un estatus de minusvalía jurídica), muchas veces generalizan
reglamentaciones que no se condicen con las costumbres de las propias
comunidades. Ello, por cierto, a pesar de que en la letra de la Constitución de
1979, como sucede en la vigente desde 1993, se restablece la autonomía
de las comunidades "en su organización, trabajo comunal y uso de la
tierra, así como en lo económico y administrativo", lo que en definitiva
sólo se mantiene en el papel.
Con la
Constitución de 1993 se ha dejado de lado el concepto de protección de las
tierras de comunidad por parte del Estado y se han establecido las bases para
un desenvolvimiento liberal en el campo.
Se ha eliminado
la prohibición de enajenar las tierras y, más bien, la promulgación de la Ley
de Comunidades de la Costa establece mecanismos que acelerarán un proceso de
privatización y venta de tierras, ya no
sólo a elementos de la esfera interna de la comunidad sino al capital externo.
Se ha limitado la imprescriptibilidad con la
figura del abandono de tierras a partir de los dos años, lo que aplicado, por
ejemplo, a las comunidades de la sierra, sin un adecuado conocimiento de la
dinámica productiva tradicional andina, puede precipitar un nuevo proceso de
expoliación de las tierras comunales en provecho de terceros externos.
Igualmente, se ha
suprimido la prohibición de embargar las tierras comunales, a pesar de que esta
última excepción existe para otros regímenes en el ordenamiento civil
(patrimonio familiar, por ejemplo). De la misma manera, en el caso de las comunidades, para el
abandono, el plazo de prescripción se ha reducido a dos años, a pesar de
que en el conjunto del ordenamiento
civil opera para los bienes inmuebles con plazos de cinco o diez años.
Si en este rápido
recuento introductorio nos hemos centrado en el tema de la propiedad comunal de
las tierras, se debe, precisamente, a la preocupación casi exclusiva que el
ordenamiento legal ha dado a este tema cuando de poblaciones indígenas,
campesinas o tribales se trata. Las Constituciones de 1920, 1979 y 1993 han
incorporado formalmente en sus textos el "respeto a las tradiciones de las
comunidades campesinas y nativas", el "respeto a la identidad
cultural" o, en el lenguaje de 1920, la "protección de la raza indígena";
pero ello no ha significado mayor desarrollo. Como se ha dicho, se lo ha
afirmado en el contexto "civilizatorio", integracionista y
proteccionista que tiende a negar -o en todo caso busca asimilar, disolviéndolo
compulsivamente- el aporte peculiar del ingrediente indígena en la formación y
desarrollo de la nación peruana
Es sólo en la
vigente Constitución de 1993 que se han incluido -entendemos que aún formal y
marginalmente- dispositivos que tienden a superar una concepción homogénea de
nación y que más bien "reconoce y protege la pluralidad étnica de la
Nación” (art. 2º inciso 19º), fomenta la educación bilingüe e intercultural,
preserva las diversas manifestaciones culturales y lingüísticas del país (art.
17º), abre la posibilidad de oficialización del quechua, aimara y demás lenguas
aborígenes, aunque localizadamente (art. 48º), afirma respetar la identidad
cultural de las comunidades campesinas (art. 89º) y, lo más resaltante, el
reconocimiento de funciones jurisdiccionales para las comunidades campesinas y
nativas (art. 149º).
La influencia del
contexto de normas internacionales que tienen en el Convenio 169 OIT su
elemento principal, y que el Perú ha signado, ha sido un factor decisivo en la
inclusión de los elementos antedichos. A pesar de lo limitados y formales que
aún son, suministran condiciones para un cambio de perspectiva en el
ordenamiento y tratamiento de las poblaciones indígenas, campesinas o nativas
que abra paso a una concepción pluralista en lo legal, correspondiente al
pluralismo socio-cultural existente en el plano de la sociedad que lo que
tratamos en el presente trabajo.
Por otro lado,
una evidente influencia y marca para la inclusión de los cambios legislativos
formales a los que nos venimos refiriendo es el contexto neoliberal
característico de la política del régimen instaurado a partir de 1990.
La desprotección
por el Estado a sectores sociales anteriormente tutelados, como sucede
claramente en el plano de la política laboral típica de la desregulación de los
mercados de trabajo, para dar paso a una abierta influencia de las leyes del
mercado, indudablemente que tiene que hacer con el cese del marco
proteccionista a las tierras de comunidad, con el objetivo explícito de
fomentar la participación de ellas en un mercado de tierras, particularmente de
aquellas más susceptibles de incorporarse a un patrón de acumulación primario
exportador. A ello sirve la limitación de la imprescriptibilidad, la
posibilidad de enajenación de tierras y su embargabilidad, a fin de que pueda
ser prenda agrícola, y las precisiones sobre el abandono de tierras. También en
este aspecto está detrás el fenómeno del achicamiento del Estado y su papel.
Igualmente, la
pluralidad jurídica, que en primera instancia es reconocida dentro de un
contexto de mayor democratización de la sociedad y de cese del entendimiento
homogéneo de la sociedad y de su relación con el Estado, puede ser y
efectivamente es reconocida en contextos neoliberales: el achicamiento del Estado,
en su función jurisdiccional, puede significar la aceptación y el otorgamiento
de funciones jurisdiccionales a diversas entidades de la sociedad civil, en un
proceso que podría entenderse como de cierta privatización de la administración
de justicia dentro de determinados contextos, como efectivamente sucede en
ambientes jurídicos norteamericanos y europeos.
El ingrediente
autoritario que conformó el régimen político de 1992 al 2000, que es en el que
operan los parámetros jurídicos de la Carta de 1993 resulta otro elemento
particularmente importante por su papel definitorio de la vigencia o no de
determinados dispositivos o instituciones previstas formalmente. De ahí que la
mayor parte de los logros formales establecidos en el ordenamiento positivo constitucional
no tienen vigencia real, han sido mediatizados o, en otros contextos, han
dejado de tener operatividad, en función de las imposiciones cotidianas de la
política gubernamental.
En síntesis, el
tratamiento que el ordenamiento jurídico peruano ha hecho de las poblaciones
indígenas, campesinas y tribales ha estado caracterizado por los siguientes
rasgos:
1) Una intención
clara de asimilación cultural que parte del supuesto de la inferioridad o de
las limitaciones de las culturas indígenas respecto a la cultura nacional.
2) Un supuesto de
conformación homogénea de la Nación al que debería corresponder un único
sistema jurídico, también homogéneo.
3) Cuando se ha
legislado sobre las poblaciones indígenas se ha sesgado el interés hacia la
actitud del Estado respecto a sus recursos territoriales y al reconocimiento,
protección o desaparición de las formas de propiedad, posesión o control
indígena sobre aquéllos, dejando de lado, por consiguiente, la comprensión global
de los derechos indígenas (sobre su identidad, su ciudadanía y los
diversos aspectos del reconocimiento de su cultura).
4) El tratamiento
jurídico sobre las poblaciones indígenas, particularmente sobre las comunidades
campesinas, ha consistido, a través del tiempo, durante los siglos XIX y XX, en
un tratamiento pendular que oscila incluyendo, por un lado, tanto el desconocimiento jurídico de las
poblaciones indígenas y sus derechos tradicionales dentro del Estado, el tratamiento
proteccionista de sus derechos territoriales, la intervención directa en sus
instituciones organizativas, como, por el otro extremo, la liberalización,
desconocimiento o minimización de sus organizaciones comunales y los medios de
control sobre sus recursos mediante la legislación de mecanismos de mercado.
5) La existencia
de una situación contradictoria que se ha caracterizado, en un primer momento,
por una afirmación monista en la definición del sistema jurídico
nacional conjuntamente con la existencia escondida, en resistencia,
subterránea, o "informal", del derecho consuetudinario indígena. Y,
en un segundo momento, que es el contemporáneo, de reconocimiento formal
en las normas positivas de la existencia y necesidad del pluralismo jurídico
en el país pero con un insuficiente
desarrollo institucional correspondiente, lo que resulta limitante para
la vigencia de dicho pluralismo.
En el presente
trabajo, pretendemos exponer cómo en nuestro ordenamiento jurídico-legal
resulta aún predominante el monismo jurídico, los factores que han influido y
la forma en que se ha ido abriendo terreno el pluralismo jurídico, las
relaciones entre éste y el reconocimiento de los derechos culturales, su
vigencia, importancia y el aporte del derecho indígena, vigente en contextos
campesinos y tribales, al derecho
peruano, así como develar la realidad contradictoria en la que se da la
existencia del pluralismo jurídico actualmente en el Perú.
Partimos de una hipótesis de trabajo que afirma
que el actual período social y jurídico en el país suministra determinadas
condiciones reales y formales para el reconocimiento y vigencia del pluralismo
jurídico en el Perú y de los derechos culturales indígenas, lo que, sin
embargo, por un insuficiente desarrollo institucional, correspondiente con los
cambios legales, arroja una realidad contradictoria de incompleta vigencia de
dicho pluralismo.
Para el avance en
el reconocimiento de la necesidad del pluralismo jurídico han influido factores
endógenos y exógenos. Entre los primeros, tomando en cuenta los extrajurídicos, debe reconocerse la
presión de sectores sociales indígenas, campesinos y tribales por la defensa de
sus derechos; y, entre los propiamente jurídicos,
la crítica interna al positivismo como paradigma central del pensamiento
jurídico peruano y el fortalecimiento de los enfoques social y antropológico de
los fenómenos jurídicos. Así como la influencia de los instrumentos
internacionales de reconocimiento de los derechos humanos y de los derechos
indígenas y culturales, en particular, en el ordenamiento legal peruano.
La perspectiva que se afirma
en el presente trabajo es la confluencia entre el análisis jurídico y los
aportes que la teoría antropológica, en general, y los estudios etnológicos
sobre la realidad peruana, en particular, hacen al análisis del contexto
jurídico peruano. Pretendemos así, dentro de una perspectiva necesariamente
pluridisciplinaria, dar cuenta de lo que podría ser la recepción que ha hecho,
o debe hacer, el derecho peruano de las experiencias de la antropología en el
estudio de la realidad nacional.
[1] Como señala
Carlos Araníbar: "(...) Mundo de dominadores, mundo de dominados,
decíamos. O, como la fraseó la teoría jurídica española, república de españoles
y república de indios. Dos comunidades paralelas, ambas bajo el cetro de
Castilla, en lo posible aisladas físicamente, cada una con su propio juego de
normas y regulaciones sociales. Pero jerarquizadas por un vínculo paternalista,
que requería de la comunidad de españoles el tutelaje cristiano y civilizador
sobre la comunidad de los indios, "como niños tiernos que no tienen
prudencia para regirse"' ARANIBAR, C.: El principio de la dominación
(1531-1580), En: LUMBRERAS, L: Nueva historia general del Perú, Mosca Azul,
Lima, 1979.
[2] Indudablemente,
con esta observación no queremos soslayar la importancia fundamental de la
tierra y el territorio en la cuestión indígena, con seguridad el eje de sus
reivindicaciones, pero que, sin embargo, no agota la problemática de éstas,
sobre todo si se considera la amplitud de la identidad que incluye idioma,
religión, vestimenta, culinaria, costumbres, formas de gobierno y, en general,
todo lo que significa la cultura.
[3] La Constitución
de 1828 instituyó las Juntas Departamentales, con la función de velar por los
intereses de los departamentos. Entre sus fondos contaban, según el art. 76º,
con los "bienes y rentas de comunidad de indígenas, en beneficio de ellos
mismos".
[4] Cf. Decretos de
Bolívar de Trujillo 8 de abril de 1824 y de 4 de julio de 1825, así como el
estudio de Guillermo Figallo "Los decretos de Bolívar sobre los derechos
de los indios", en Debate Agrario, nº 19. El espíritu central de estas
medidas se resume en lo que explícitamente señala el decreto bolivariano del 8 de abril: "(...)las tierras que
tienen posesión los denominados indios; antes bien se les declara propietarios
de ellas, para que puedan venderlas o enajenarlas de cualquier modo (...) las
tierras de comunidad se repartirán conforme a ordenanza entre todos los indios
que no gocen de alguna otra suerte de tierra, quedando dueños de ellas, y
vendiendo las sobrantes".
[5] OEA-COMITE
INTERAMERICANO DE DESARROLLO AGRICOLA: Tenencia de tierra y desarrollo
socioeconómico del sector agrícola en el Perú". Washington
D.C., Ed. Unión Panamericana, 1961.
[6] Cf. TRIVELLI, Carolina: Reconocimiento legal de Comunidades Campesinas: una revisión estadística. En Debate Agrario nº 14.
[7] VIII Conferencia Panamericana reunida en Lima en 1938.
[8] Cf. La variedad
de estudios de antropología y sociología rural realizados respecto a los
procesos de modernización de las comunidades y las decisiones de privatización
de tierras tomadas se encuentran estudiadas en la literatura antropológica
peruana. Nos remitimos a este respecto a los clásicos estudios, particularmente
sobre el Valle de Chancay. FUENZALIDA, Fernando y otros: El desafío de
Huayopampa, comuneros y empresarios, IEP, 1982.